Todos hemos tenido ese gran amor de la vida. Una persona que te da la sensación de querer ir cantando por la calle, recitando diálogos cursis de películas como Corre Forrest, Corre! y recortando florecillas que crecen a la ribera del camino.
Al menos yo sí tuve ese flechazo durante un periodo de dos años y medio, hasta que mi relación se cortó en seco. En el momento yo no tenía idea, pero mi pareja había estado pasando por cambios grandes y buscó afecto -como dicen en las canciones tristes- en otros brazos que no eran los míos. Así que me quedé con el corazón roto en una mano y con un montón de dudas en la otra, porque no entendía bien qué clase de ruptura era esta. La única sensación que tenía era que mi contraparte se sentía sumamente culpable de estar terminando y, como tengo corazón de abuelita, caí en el "igual podemos ser amigos". Mal, muy mal.
Lo que nadie me dijo en ese entonces (aunque de haberlo sabido tal vez lo habría hecho igual) era que no es que no se pueda ser amigo del ex tras una ruptura, sino que esta amistad no debe existir cuando una de las partes sigue enganchada. Y yo, incapaz de darme cuenta de nada con la cabeza enterrada en mi ombligo, seguía teniendo fuertes sentimientos. Tanto así que mantuve una pseudo-amistad durante poco más de seis meses después del quiebre.
En un comienzo me sentía capacitada para este nuevo y extraño formato de relación entre ambos. Si lo había querido como pololo bien podría tenerlo como camarada, al menos esa era la lógica que en mi ingenua mente funcionaba. No obstante, fue una tortura. Recuerdo lo pésimo que me sentí la vez que contesté el teléfono para escuchar con lujo y detalle los primeros roces que había tenido con otra chica en una disco. Por dentro quería gritarle que cómo podía ser tan desconsiderado con mis sentimientos, pero por fuera sonreía e intentaba inventar una excusa para alejarme, recordándome a mí misma que yo me había metido en el laberinto confuso de ser dos personas a la vez: la ex y la confidente.
Otro episodio bastante desagradable se dio cuando le comenté que había conocido a alguien del sur. El plan era viajar, juntarnos (estábamos en verano y tenía que viajar para allá de todas maneras) y ver qué pasaba de manera casual, porque de todas maneras no estaba buscando nada serio. Recordemos una vez más que yo esperaba cada día que el destino tuviese un giro dramático y mi ex y yo volviésemos a reencontrarnos como pareja a partir de este nuevo vínculo, cosa que por supuesto jamás pasó. En cambio de un despechado "no te vayas, ¡volvamos!", recibí una enorme cantidad de consejos sobre cómo conquistar a este sureño, incluyendo un par de tips que él mismo había estado utilizando en sus nuevas y múltiples conquistas. Insisto: mal, muy mal.
A estos ácidos paréntesis también se sumaron la imposibilidad de bloquearlo de mis redes sociales (¿con qué excusa sacarlo de Facebook?), mantener extrañas reuniones con el grupo en común (donde todos nos miraban con ojos de huevo frito porque no entendían la falta de distancia) y no poder pasar por el sano ejercicio que implica cortar lazos y hacer todo lo que quería, ya que una parte mía aún sentía que tenía que justificarse ante él.
Finalmente, llegó el día en que no aguanté más. Aproveché una de las clásicas pachotadas que suelen decirse los compinches para explotar y afirmar que ya no podíamos tener contacto de ningún tipo. Inmediatamente después mi instinto quería deshacer mis palabras y hacer pasar todo como una broma, pero por suerte escuché a la razón y me di media vuelta. Ya no éramos el mismo dúo de siempre, así que yo no tenía por qué darle explicaciones: el nuevo plan no estaba funcionando para mí (jamás le dije que todavía lo amaba, me quedaba algo de orgullo) y me estaba haciendo daño innecesariamente.
Me odió. Lo se porque se encargó de hacerlo público. Y yo entendí que todos tenemos formas distintas de procesar este tipo de emociones, así que dejé que me odiara y me concentré en lo que yo necesitaba, no en lo que los demás querían de mí. Hoy me complace anunciar que, después de 6 años de largo silencio, nos hemos reencontrado para ser amigos de verdad, es decir, normales y no tóxicos como entonces.
Lo que saco de todo esto es que no existe una fórmula exacta para determinar cuándo es el momento adecuado, pero sí se debe dar una condición básica y es que ambas partes deben haber sanado. Siempre se puede construir sobre las ruinas de un edificio anterior, pero no sin antes haber hecho una buena -y paciente- limpieza.