Mi relación con los símbolos patrios en el colegio siempre fue mala, aunque no voy a negar que bien chica era más bien matea y neurótica, por lo que fijo salía leyendo algo en el escenario o era reconocida como buena alumna en los actos, “la que se identificaba con el espíritu y valores del colegio”.
Pero los años pasaron y comencé a odiar estos ritos, la obligación de cantar un himno que no me gustaba ni menos identificaba. Es que en la mayoría de los colegios te intentan hacer querer símbolos a punta de anotación, de tirá de orejas o de reproches.
De esa forma partí por los emblemas patrios, el himno y terminé agarrándole mala hasta a la cueca. Es que te obligaban… he ahí donde radica todo acto de rebeldía adolescente, en la obligación. Me rehusaba a ensayarla y a aprender, sin ir más allá del baile, de la tradición de la cueca en la cultura popular y de lo entretenido que puede ser bailarla.
Una sola vez bailé pa’ la nota, y creo que hasta algo de talento tenía. Pero de eso ya hartos años han pasado y creo que ni del ocho me acuerdo. Fome igual, porque no niego que en peñas o carretes bailoteados me dan ganas de bailar, pero cueca chora, así bien zapatiá.
Quién sabe si este 18 o en alguno próximo me motivo y aprendo, o simplemente improviso sin vergüenza y tratando de sacar ese talento que alguna vez creí que tuve cuando por una nota me di las “weltas”, hice el ocho y zapatié.
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