Hoy por hoy, todos saben qué es WhatsApp, incluso quienes no lo ocupan. Es uno de los tantos canales que ocupamos para comunicarnos, tanto individualmente como en grupos.
Recuerdo que la primera vez que escuché hablar de los “grupos de WhatsApp” fue para mi cumpleaños. Se me ocurrió la brillante idea de avisarles a mis amigos del evento social por correo y cuando me cancelaron el local, no tenía cómo avisarles a todos juntos dónde estaríamos celebrándome.
“¿Y por qué no les mandaste la invitación por WhatsApp?”, me preguntó una amiga. Ahí recién empecé a cachar que esta dinámica se estaba propagando de a poco, conformando círculos y manteniéndolos conectados todo el día.
Al principio, cuando armamos un grupo con mis amigas, me fascinó. Me sentía acompañada, me reía todo el día, en mis viajes en micro me entretenía leyéndolas o contándoles mis historias. Y por esos días, llegó la primera señal. Le conté a un amigo bastante sociable sobre lo feliz que me hacía este grupo de WhatsApp y me respondió “¡Ah, no, qué lata! Espera unos meses y te darás cuenta por qué”. Al cabo de tres meses, ahí estaba yo, muteando el grupo. ¡Obvio! No me paraba de sonar en todo el día y ya no podía perderme más llamadas –algunas super importantes- por tener en silencio el celular.
Es bien técnico mi motivo por el cual terminé odiando los grupos de WhatsApp, pero sé que a muchos les pasa lo mismo, lo que me llevó a reflexionar sobre qué tan conectados debemos estar. Yo entiendo que hay veces en que se justifica ya que nos sirve para comunicarnos con personas a las que por motivos de viajes, por ejemplo, no podemos ver, ¿pero es necesario saber TODO sobre TODOS? Como lo dice una canción de Como Asesinar a Felipes, “estamos viviendo la época del apogeo de los medios de comunicación y es cuando el hombre se encuentra más incomunicado”. (Foto)